Hacer camino en tierra ajena
- Yair Laus
- 22 mar
- 2 Min. de lectura
Actualizado: 13 abr
Emigrar ya es, de por sí, un acto de coraje. Pero a veces, incluso después de haberlo logrado —haber llegado, haberse instalado, haber conseguido un trabajo o empezar una carrera—, aparece una voz interna que susurra: “no merezco estar acá”, “en cualquier momento se van a dar cuenta de que no sé lo que hago”, “no estoy a la altura”. Esa voz tiene un nombre, aunque no siempre lo digamos en voz alta: el síndrome del impostor.
En un país extranjero, esta sensación se intensifica. El idioma, las diferencias culturales, las comparaciones constantes con quienes crecieron allí y manejan con soltura los códigos implícitos del lugar… todo se convierte en terreno fértil para que la inseguridad florezca. No importa la experiencia que uno tenga, los títulos que haya conseguido, o el esfuerzo invertido en llegar hasta donde está. Cuando esa narrativa se instala, lo invalida todo.
Lo que vuelve especialmente doloroso al síndrome del impostor en la experiencia migratoria es que no solo cuestiona nuestra capacidad, sino también nuestro derecho a pertenecer. No es solo “¿soy lo suficientemente bueno?”, sino “¿tengo lugar en este sistema, en esta sociedad, en esta conversación?” Hay algo de desarraigo emocional en esa duda, como si estuviéramos pidiendo permiso para existir en el nuevo contexto.
Desde el coaching ontológico, podemos mirar esa voz con otros ojos. Podemos empezar por reconocer que esa narrativa no es la realidad, sino una interpretación. Una conversación interna que tiene su historia, su origen, sus razones —pero que también puede ser transformada. Lo importante no es silenciar la voz, sino entender desde dónde habla. ¿Qué creencias la sostienen? ¿A quién le estamos creyendo más: al miedo o a la experiencia real que estamos construyendo día a día?
El síndrome del impostor se alimenta de la comparación. Comparamos nuestra versión en transición con versiones asentadas de otros. Nos exigimos fluidez cuando todavía estamos aprendiendo el idioma. Esperamos tener el mismo nivel de confianza que teníamos en nuestro país de origen, cuando aquí estamos empezando de nuevo. Y eso no es justo. Nadie es experto en un terreno que acaba de pisar.
Pero hay algo más. En muchos casos, esa sensación de impostura convive con el hecho de estar haciendo. De estar logrando. De estar presente. La contradicción está en que nos sentimos “fraude” precisamente porque estamos en lugares que nos importan, porque estamos expuestos, porque estamos creciendo. Es el precio, en parte, de habernos animado.

Quizás, entonces, el síndrome del impostor no sea una señal de que estamos fallando, sino una muestra de que estamos saliendo de nuestra zona cómoda. Que estamos cruzando umbrales internos y externos. Que estamos eligiendo caminos nuevos, y que nuestra identidad —como migrantes, como profesionales, como personas— se está ampliando.
No se trata de eliminar la inseguridad de raíz, sino de acompañarla con conciencia. De no dejar que defina nuestras decisiones. De recordar que lo que sentimos no siempre refleja la verdad de lo que somos. Y que si hemos llegado hasta aquí, no es por accidente. Es porque algo en nosotros ya lo merecía, incluso antes de que pudiéramos verlo con claridad.
Comentarios